Hoy salí otra vez…. Hacia un lugar para después perderme. Fue uno de esos días en los que no emití palabra de mi boca, sin embargo mis revoltosos pensamientos se dispararon como misiles hacia todas las direcciones posibles y aun imposibles.
Primero estuve unas tres horas sentada en un lugar oscuro y frío, inmóvil. Mientras de una pantalla se lanzaban 24 imágenes por segundo y hacia todo mí alrededor los sonidos me envolvían entre el caos y el silencio inmutable. Saltaba una y otra vez de mi sitio, enroscaba mi cuerpo y volvía a mi posición primera. Mis ojos se iluminaban y por momentos eran inundados por el mar de las pasiones, a las que aquellas imágenes me remitían.
Cuando salí de allí caía la tarde, me sentía fuera de ese mundo real, solo podía caminar hacia delante y observar. Allí pensé: … “A veces me siento fuera de este mundo”. Había música a mi alrededor, música que acompañaba mis pasos, música que el viento alejaba y acercaba, se mezclaba y me permitía volar, en mi andar liviano fuera de rumbo.
Sentía que los poros de mi piel estaban absorbiéndolo todo, que incluso mi cuerpo no alcanzaba para contener tanta percepción.
Las voces por momentos eran ajenas, las había de muchos idiomas y cuando trataba de concentrarme en alguna de ellas, podía escucharlos, podía escuchar sus historias, sus deseos, sus miedos y sus pesares.
Me sentí flotar entre tanta gente y mis ojos no miraban hacia ningún lado y al mismo tiempo lo abarcaban todo. Cada pequeña miniatura, cada color, cada rostro y cada mirada penetrante que andaba por allí.
A lo lejos música clásica. Los rostros de unos jóvenes aventureros, alegres e iluminados por el sol, dejaban sonar sus instrumentos entre la multitud que los escuchaba. Allí me senté, sobre el pasto, desplomada sin entender cómo y porque había llegado hasta aquí.
El sol iluminaba mi costado derecho, mi costado izquierdo estaba bajo la sombra, con mis ojos cerrados escuchaba aquellas canciones que sonaban a mi niñez, y la multitud a coro cantaba tratando de amarrar en aquellas letras, un poco de lo habían sido.
Ahí había niños, de los reales y de los otros, de esos que están aún queriendo dejarse ver en los adultos. Ellos estaban ahí, saltando entre los rígidos caminantes, ellos podían jugar sin prisa, imaginar historias que creían reales y aun decían ser magos, acróbatas, princesas y caballeros de batallas.
De a poco los vi irse, y una intervención rompió con la configuración social de ese tiempo. Mujeres encadenadas a hombres, hombres encadenando mujeres, personas atrapadas entre cables tecnológicos, niños amarrados a sus padres. Ahora mi atención estaba puesta en ellos, en esas conversaciones estereotipadas que poco se distanciaban de las reales y cotidianas. Un folleto llegó a mis manos y entendí que aquellos actores nos colocaban como testigos de la violenta realidad con la que convivimos. Esas cadenas reales, también estaban invisibles entre nosotros, en nuestras relaciones diarias, en aquella pareja de allá que bajaba la cabeza, y en aquella otra de allá que vociferaba insultos a la intervención.
Sentí que era hora de continuar el viaje, y una música alegre me guio hacia un sitio contiguo, en el que cientos de personas vestían de colores y cantaban con voces profundas al grito de hare krishna. Y entre ellos caminé. Me detuve en un escenario en el que se dramatizaba la historia de amor entre los dioses Radha y Krishna, mientras una muchedumbre observaba, cantaba y aplaudía.
Luego me senté frente a un grupo de hindúes que cantaban, rezaban y tocaban sus instrumentos, contagiada de la pasión que desprendían sus miradas y otra vez allí permanecí, inmóvil, agradecida, inesperada.
Sentía que el día se me era eterno, y tal vez era porque realmente estaba disfrutando de todo aquello que sin esperar se desplegaba ante mí. Observé a quienes meditaban, observé a quienes caminaban y bailaban… y pensaba en cómo iba a poder describir todo aquello.
Con la puesta del sol, emprendí la caminata hacia mi hogar, me sentía plena y satisfecha, camine un trayecto junto al sol que se escondía entre los árboles. Me gustaba sentir la brisa, que por momentos dejaba caer sobre mí, una lluvia de pétalos amarillos, casi como ensueño. No tenía palabras en aquel momento, mi respiración fue calma y mi paso lento.
Los seguí observando, sus velocidades, sus conversaciones, sus risas y hasta sus preocupaciones y en contraposición a lo que había sentido antes, también me decía a mí misma… Si bien a veces me siento fuera de este mundo, otras estoy tan arraigada a la tierra, su olor y sus desmanes, que parezco ser tan parte de ella, incluso como si ella habitase en mí.
Y así llegué a casa, un día inesperado, aunque buscado. Siempre me pregunto que me gusta de las grandes ciudades y hoy podría decirles que es esta posibilidad de perderme en esa multitud, porque cuando me pierdo encuentro dos cosas, a mí misma y un nuevo rumbo…
Hasta el próximo viaje….
Gisele Molinari